Era enero de 2002, mi primer día en el aula del lado de la pizarra, lista para enseñar la primera clase de Finanzas del semestre. Me habían reclutado para este rol al último minuto, apenas había tenido tiempo de redactar un plan de estudios y nunca había enseñado antes. Entonces, decidí seguir el camino màs seguro y usar las diapositivas que venían con el libro de texto. A medida que pasaba cada diapositiva, repasando el tema de los ratios financieros, me fui dando cuenta de que me estaba convirtiendo rápidamente en "ese profesor": el que predica, que arroja conocimientos a sus estudiantes como ladrillos, y que cree que el camino hacia la sabiduría está pavimentado de aburrimiento. Mientras me esforzaba por llegar al final de la ordalía, juré que esto nunca volvería a suceder.
¿Por qué es tan fácil caer en la trampa de sermonear a los estudiantes hasta dormirlos, cuando estamos animados por las intenciones más elevadas? ¿Cómo podemos repetir este error, generación tras generación, cuando todos hemos sido víctimas del mismo trato y sabemos lo que se siente? Algunos pueden carecer de conocimientos, confianza o interés, pero la mayoría de nosotros elegimos enseñar porque creemos en la misión superior de la educación: queremos que los estudiantes vayan más allá de la acumulación de datos (eso pueden hacerlo por su cuenta) y descubran el placer de estudiar siempre, a lo largo de la vida.
Algunos estudiantes ya vienen con sed de saber. Son los que expresan las mejores ideas, escriben los mejores ensayos, y terminan construyendo carreras brillantes, ¡ellos son los que nos hacen creer que somos grandes maestros! Sin embargo, la verdadera prueba de la ‘panza’, esa mayoría de adolescentes que ya han sido mortificados por sistemas educativos inadecuados, convenciéndose de que un título es una carrera de obstáculos, marcada por lecciones y exámenes, que tiene por objetivo adquirir un par de letras que los calificarán para mejores trabajos; en el mejor de los casos, el aprendizaje verdadero no es más que un subproducto incidental. Esos son los estudiantes que debemos atraer a una nueva dimensión del aprendizaje, encendiendo sus ojos con la llama del descubrimiento.
Esa transformación no sucederá aburriéndolos hasta la muerte. Por supuesto, puede que nunca seamos tan carismáticos como John Keating de la Sociedad de los poetas muertos, ni tan sabios como el Sr. Miyagi, pero todos podemos apartarnos del camino trillado para explorar nuevas posibilidades. Desde ese desastroso primer día, he jugado con muchos enfoques diferentes, volviéndome experta en inventarlos en el acto cuando la clase está flaqueando: incorporar nuevas tecnologías, trabajar en grupo, crear juegos, usar simulaciones o la realidad virtual, resolver problemas del mundo real, escribir casos... o incluso volver al simple papel, lápices de colores y tijeras de nuestra infancia. Todo vale, siempre y cuando haga que los estudiantes se sientan involucrados a cuerpo entero.
Aunque sé con certeza que escapé del peligro de convertirme en "ese profesor", no se termina nunca de aprender, y hay tres reglas de oro que desearía que alguien hubiera compartido con mi yo más joven.
Regla # 1: Crear un ambiente seguro para la experimentación
Al probar algo nuevo en el aula, estamos cambiando momentáneamente el contexto al que los estudiantes están acostumbrados, pidiéndoles que abandonen lo familiar por lo desconocido. Es importante reconocer que pueden sentirse inseguros o temerosos de parecer tontos frente a sus compañeros, y enfatizar que somos como científicos que intentan un nuevo experimento; puede o no funcionar, pero debemos centrarnos en lo que aprendemos de él. Para reforzar este concepto, la evaluación del curso debe estar alineada, recompensando a los estudiantes por lo que han aprendido, y redefiniendo el fracaso como una valiosa fuente de información.
Regla # 2: Estimular la curiosidad y el placer del descubrimiento
La curiosidad es un impulso humano natural; puede haber puesto en peligro a aquellos antepasados que hurgaban en la caverna equivocada, pero nos impulsó a la evolución. Cuando la curiosidad se combina con el placer, la magia está garantizada, y se vuelve casi tangible a medida que los estudiantes participan, ríen, se mueven, mientras sus mentes se abren a las nuevas ideas.
Regla # 3: Presentar nuestro "yo” más auténtico
Esta es la regla más importante de todas. No podemos pedir a nuestros estudiantes que se involucren si no nos jugamos nosotros mismos por entero: atreviéndonos a decir "no sé" pero agregando "lo averiguaré"; reconociendo que un experimento no ha funcionado como se esperaba, pero luego involucrando a los estudiantes en la comprensión del por qué; y lo más importante, mostrar nuestra propia emoción ante la perspectiva de la novedad y del descubrimiento.
En resumen, cuando modelamos la experimentación, mostramos a los estudiantes que es bueno probar algo nuevo, incluso si no estamos seguros de que tendremos éxito. Al final del experimento, haremos un balance: ¿qué funcionó, qué no funcionó, qué hemos aprendido, qué haríamos de manera diferente? Repetir una vez, dos veces, y para la tercera vez, cuando digamos "Intentemos algo nuevo hoy" podremos verles enderezar la espalda, con la mirada ilumniada, listos para asumir un nuevo desafío. Y también podremos entrever el futuro, cuando traducirán este mismo nivel de dedicación a nuevos intereses, ya sea para lanzar una empresa, iniciar un proyecto de beneficencia, o para poner en práctica sus valores y creencias.
* * *